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viernes, 15 de enero de 2010

"Alfabeto"



Voltaire
entrada del Diccionario filosófico, Francia, 1764

Si todavía viviera el sabio Dumarais* le preguntaríamos qué nombre tiene el alfabeto. Pero como este sabio murió, interrogaremos a los ilustrados redactores de la Enciclopedia para que nos digan por qué el alfabeto no tiene nombre en ninguna lengua europea. Alfabeto sólo significa A B, y A B carecen de significado, o mejor dicho, no indican más que sonidos sin relación el uno con el otro: beta no se forma de alfa, éste es el primer sonido y aquél el segundo, sin que sepamos por qué.
¿Por qué, pues, carecemos de términos para expresar las esencias? El conocer los números, esto es, el saber contar, no se llama uno‑dos, y los rudimentos del arte de manifestar nuestros pensamientos no tienen en Europa vocablo propio que lo designe.
El alfabeto es la primera parte de la gramática. Los que dominan el idioma árabe, del que no tengo la mínima noción, podrían decirme si dicho idioma, que según se dice dispone de ochenta voces para expresar la palabra caballo, tiene siquiera una para significar la palabra alfabeto.
Confieso que, al igual que el árabe, ignoro el chino, mas sin embargo he leído en un vocabulario de China que esa nación posee dos vocablos para expresar el catálogo o lista de los caracteres de su idioma: hotu y haipien. Nosotros no podemos vanagloriarnos de que nuestras lenguas occidentales posean ninguna de las dos palabras. A los griegos les sucedía lo mismo que a nosotros, no tenían ningún término para expresar su alfa‑beta, que los griegos copiaron de los fenicios, de la nación que llamaron los hebreos el pueblo ilustrado, lo que no les impidió apoderarse de su territorio.
Debemos suponer que los fenicios, al enseñar sus caracteres a los griegos, les prestaron el gran servicio de librarlos de las dificultades que ofrecía la escritura egipcia que Creops les llevó de Egipto. Los fenicios, como eran comerciantes, trataban de entenderse con facilidad, pero los egipcios, que se creían intérpretes de los dioses, querían que les entendieran difícilmente. Me imagino oír a un comerciante fenicio que acaba de arribar a Achaix, decir a su colega griego: Mis caracteres, no sólo son fáciles de escribir y reflejan el pensamiento como los sonidos sino que expresan nuestras deudas, activas y pasivas. El sonido fenicio aief, que en Grecia pronunciáis alfa, equivale a una onza de plata; beta, a dos; ro, a cien; sigma, a doscientas. Os debo un sigma, os pago un ro y os debo otro ro; de esta manera, con facilidad haremos nuestras cuentas.
Probablemente, los comerciantes fueron los que establecieron la sociabilidad entre los hombres satisfaciendo sus necesidades, porque para negociar es preciso entenderse. Los egipcios conocieron muy tarde el comercio por miedo a arrostrar los peligros del mar, que para ellos era Tyfón o dios del Mal. Desde tiempos inmemoriales, los tirios fueron navegantes y por medio del comercio unieron con vínculos estrechos los pueblos que la naturaleza había separado, reparando los cataclismos y revoluciones del globo terráqueo que ahogaron a parte del género humano. A su vez, los griegos comunicaron su alfabeto y su comercio a otros pueblos que lo modificaron, al igual que los griegos cambiaron el alfabeto de los tirios. Cuando los comerciantes —considerados después como dioses— establecieron en Colcos el comercio de peletería, llamado el toisón de oro, dieron también su alfabeto a los pueblos de dichas regiones, que lo conservaron con diversas modificaciones.
Es probable que ni Tiro, ni Egipto, ni ningún pueblo asiático de los que habitan cerca del Mediterráneo, comunicara su alfabeto a los pueblos del Asia oriental. Si los tirios y los caldeos que habitan las márgenes del Éufrates, por ejemplo, hubieran traspasado su alfabeto a los chinos, éstos conservarían algo de él, usando sus veintidós, veintitrés o veinticuatro letras; por el contrario, usan signos distintos para todas las letras que componen su idioma, disponiendo —dícese— de ochenta mil, del todo distintos de los que usaban en Tiro. A esta ingente cantidad de signos tan prodigiosamente diferentes, hay que añadir que escriben de arriba abajo, y los tirios y los caldeos lo hacían de derecha a izquierda. Los griegos y nosotros escribimos de izquierda a derecha.
Si estudiamos los caracteres tártaros, hindúes, siameses y japoneses, veremos que no tienen la menor analogía con el alfabeto griego ni con el fenicio. Sin embargo, todos esos pueblos, incluyendo a los hotentotes y a los cafres, pronuncian las vocales y las consonantes casi lo mismo que nosotros, porque casi poseen nuestra misma laringe, del mismo modo que el aldeano más rudo está dotado de una garganta igual a la de la primera tiple de la Opera de Nápoles. La diferencia que hace que el aldeano tenga una voz ruda y discordante de bajo y que la tiple semeje la voz de un ruiseñor, es tan imperceptible que ningún anatomista puede conocerla.
Al decir que los comerciantes de Tiro enseñaron el alfabeto a los griegos no hemos querido suponer que les enseñaran a hablar. Probablemente, los atenienses se expresaban mejor que los pueblos del sur de Siria porque su garganta era más flexible, las palabras de su idioma se componían de un suave conjunto de vocales, de consonantes y diptongos, y la lengua de los pueblos de Fenicia era ruda y tosca. Suponeos que los romanos de hoy hubieran conservado el antiguo alfabeto de Etruria y que los mercaderes holandeses pretendieran que adoptasen el que éstos usan en la actualidad. Los romanos admitirían quizá dichos caracteres, pero se abstendrían de hablar la lengua bátava. Esto es precisamente lo que el pueblo de Atenas hizo con los marineros de Cafthor, que arribaban de Tiro o de Besith: adoptaron su alfabeto porque era preferible al que copiaron de Egipto, pero rechazaron su idioma.
Filosóficamente hablando, y dejando de lado los libros sagrados de los que no nos ocupamos aquí, la lengua primera para nosotros es sólo una quimera. ¿Qué pensaríais del hombre que tratara de averiguar cuál fue el grito primitivo que lanzaron los animales, y cómo es que en el transcurso de muchos siglos los corderos se hayan concretado a balar, los palomos a arrullarse y las serpientes a silbar? Los animales se entienden, en su lenguaje, mucho mejor que nosotros. El gato comprende perfectamente los variados maullidos de la gata. Maravilla ver cómo una yegua endereza las orejas, patea el suelo y se agita al oír los relinchos ininteligibles de un caballo. Cada especie tiene su idioma, y el de los esquimales no es el mismo que el de los indígenas del Perú. No hubo lengua ni alfabeto primitivo, como no hubo encinas ni hierba primitivas.
Algunos rabinos opinan que la samaria fue la lengua madre; otros aseguran que lo fue el antiguo bretón. En la incertidumbre (y que no se enojen los habitantes de Bretaña o de Samaria), no vamos a admitir ninguna lengua madre. Sin ofender a nadie, ¿no podríamos suponer que el comienzo del alfabeto fuesen los gritos y las exclamaciones? Los niños, cuando ven un objeto que les choca, dicen, ha, he; cuando lloran, hi, hi; cuando se burlan, hu, hu, y cuando les pegan, ay, ay. Estas exclamaciones son tan naturales en los niños como el croar de las ranas y constituyen casi un alfabeto. Basta que la madre diga a su niño algo equivalente a ven, toma, dame, calla, acércate, vete, y aun cuando estas palabras nada representan y nada describen, se dan a comprender con el gesto. Desde esos rudimentos hay que andar un largo camino hasta llegar a la sintaxis. Me asombro cuando reflexiono que desde la voz ‘ven’ hemos conseguido llegar a decir un día: «Hubiera venido, madre mía, con gran placer, obedeciendo vuestro mandato con el respeto de siempre, si al dirigirme hacia vos no me hubiera caído en tierra y no me hubiera clavado en la pierna un pincho de las plantas del jardín». Creo que ha sido preciso el transcurso de muchos siglos para juntar esas frases y el paso de otros tantos para crearlas.
Los caracteres alfabéticos representando al mismo tiempo los nombres de las cosas, su número, las fechas de los sucesos y las ideas, se convirtieron pronto en misterios para los mismos que inventaron dichos signos. Los caldeos, los sirios y los egipcios, atribuyeron algo divino a la combinación de las letras y al modo de pronunciarlas, creyeron que los nombres tenían significación por sí mismos, conteniendo una fuerza y una virtud secreta, y llegaron hasta imaginar que la palabra que significaba poder era poderosa por su misma naturaleza, que la que significaba ángel era angélica y que la que expresaba la idea de Dios era divina. Por eso la esencia de los caracteres se introdujo necesariamente en la magia, y no se verificaba ninguna operación mágica sin que intervinieran las letras del alfabeto.
Esa puerta que se abrió a todas las ciencias dio entrada a los errores. Los magos de todas partes se aprovecharon de ella para andar por el laberinto que construyeron y que no permitía entrar a los demás hombres. El modo de pronunciar las vocales y las consonantes se convirtió en el más profundo de los misterios, y con frecuencia en el más terrible. Había un modo de pronunciar Jahvé, nombre que daban a Dios los sirios y los egipcios, que forzaba al hombre a caer en tierra muerto. San Clemente de Alejandría refiere que Moisés causó la muerte repentina de Nechepe, rey de Egipto, diciéndole al oído esa palabra, y que en seguida le resucitó pronunciando la misma palabra.
Nada retrasó tanto el progreso del espíritu humano como esa ciencia profunda del error que nació en los pueblos asiáticos con el origen de las verdades. El orle se embruteció con el mismo arte que debía ilustrarle. De ello se encuentran claros ejemplos en Orígenes, en san Clemente de Alejandría y en Tertuliano. Orígenes dice sin el menor empacho: «Si al invocar a Dios le llamamos el dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, se conseguirán con la invocación de estos nombres resultados de naturaleza y fuerza tan grandes que los demonios se someterán a quienes los pronuncien. Pero si le invocamos con otro apelativo, como el de Dios del mar ruidoso, como Dios suplantador, esos adjetivos carecerán de virtud. El nombre de Israel traducido al griego no tendrá ningún poder, pero pronunciado en hebreo, con las demás palabras requeridas, verificará el conJuro».
El mismo Orígenes dice estas frases notables: «Existen nombres que por su propia naturaleza tienen virtud. Esos nombres son los que usan los sabios en Egipto, los magos en Persia y los brahmanes en la India. Lo que se llama magia no es un arte vano y quimérico, como suponen los estoicos y los epicúreos. El nombre de Sabaoth y el de Adonai no se han inventado para los cristianos, sino que pertenecen a una teoloda misteriosa que se relaciona con el Creador y de ello viene la virtud que tienen esos nombres cuando se usan como es debido y se pronuncian según las reglas....»
Pronunciando las letras según el método mágico se obligaba a la luna a descender a la tierra. Hemos de perdonar a Virgilio que creyera semejantes paparruchas y hablara seriamente de ellas en el verso 69 de su égloga octava: Carmina vel caello possunt deducere lunam (Con esas palabras se conseguía que la luna descendiera a la tierra).
En una palabra, el alfabeto fue el origen de todos los conocimientos del hombre y de sus absurdos.



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* César Chesneau Dumarsais es el autor de los artículos lingüísticos de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers [Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y las materias], la famosa Enciclopedia francesa editada por Diderot y D’Alambert entre 1751 y 1772. Uno de sus artículos más destacados es “Construction” [Construcción], en que clasifica la construcción (o enunciado) en tres tipos: simple, inversa y usual, donde la primera es aquella que hoy llamamos estructura lógica, es decir, la que responde a la forma S+V+O (Sujeto+Verbo+Objeto, como en ‘Juan barre la vereda’). Dumarsais fallece en 1756, siendo sustituido por Beauzée.


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MÁS Info:
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Para una exposición de las ideas sobre el origen del lenguaje
en el siglo XVIII (fundadas en la genética de las clases de palabras y el orden de los constituyentes de la frase) léase Luis (2009). Luis nos dice en la introducción a este trabajo de la Revista Argentina de Historiografía Lingüística: "Desarrollé aquí la cuestión de la genética del lenguaje en Condillac, Rousseau y Diderot", es decir, tres destacados exponentes de la ilustración francesa.



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FUENTES:
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LUIS, Carlos, "¿Naturaleza o artificio? La genética del lenguaje en el siglo XVIII", RAHL, I, 1, págs. 35-49, 2009
http://www.rahl.com.ar/Revistas/I%20-%202009/luis-RAHL-%281%292009.pdf



>> VOLTAIRE, Diccionario filosófico [1764] :

Existen varias ediciones. Sólo remitiremos a la edición de 2007 de Akal (ISBN 978-84-460-2788-1), trad. José Areán Fernández y Luis Martínez Drake
http://www.mcu.es/webISBN/tituloDetalle.do?sidTitul=1572870&action=busquedaInicial&noValidating=true&POS=0&MAX=50&TOTAL=0&prev_layout=busquedaisbn&layout=busquedaisbn&language=es



Ediciones digitales del Diccionario (remitimos a dos):


Ciudad Seva, ed. Luis López Nieves
http://www.ciudadseva.com/textos/otros/voltaire/diccfilo/indice.htm


Torre de Babel Ediciones, ed. Isabel Blanco
http://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Voltaire/alfabeto-Diccionario-Filosofico.htm

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